EL AMOR PROPIO COMO AUTOESTIMA Y COMO AMOR A SÍ MISMO
La autoestima es el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, es
decir, la aceptación de nuestros potenciales y debilidades, aquello de lo
que somos capaces hacer de acuerdo con nuestra humana condición.
Significa, por tanto, la posibilidad de aceptarnos tal y como somos, con
nuestras virtudes y defectos.
Se habla hoy en día de alta y baja autoestima. La persona con alta
autoestima, al aceptarse como es busca siempre el bien de sí misma, por
el contrario, la que tiene baja autoestima, al no aceptarse con sus propios
potenciales y limitaciones, tiende a la depresión, a la desmoralización
y, en algunos casos, al suicidio. En pocas palabras, no busca su propia
realización, sino lo contrario, su autodestrucción.
De lo anterior se desprende que la persona que tiene una buena autoestima
es la que experimenta el amor propio, esto
es, la aceptación de su propia naturaleza humana,
y por lo mismo, lucha por conseguir su realización.
Lo contrario sucede con la persona que presenta
una baja o nula autoestima.
A decir verdad, la primera persona con la que
de hecho nos relacionamos somos, evidentemente,
nosotros mismos, y esta relación es la que da lugar
precisamente al amor propio. Si aceptamos la idea
del amor propio como elevada autoestima, tenemos
que aceptar que aquel es bueno por varios motivos:
1) porque cada uno de nosotros somos seres dignos
y valiosos, ya que somos personas. No son personas
sólo los otros, sino también nosotros lo somos, y por
consiguiente, también somos dignos de ser amados;
2) sería realmente absurdo amar a los demás y no
amarnos a nosotros mismos; tenemos, por tanto,
que cuidarnos y preocuparnos de nosotros mismos;
3) aunque somos responsables de los demás, lo
somos de nosotros mismos, precisamente porque
nuestra capacidad de autodeterminación se limita a nuestro propio ser.
Por todo ello, estamos obligados a prestarnos una atención especial, ya
que somos la persona en quien más podemos influir y a quien, por otra
parte, más podemos ayudar.
Como complemento de lo anterior, podemos decir que el amor
propio no sólo es bueno, sino totalmente necesario, debido a que es
el motor de toda nuestra existencia. Esto significa que, entre más nos
queremos y apreciamos a nosotros mismos, más hacemos crecer nuestras
propias potencialidades. De esta forma
... el amor propio entendido como autoestima o valoración de sí
es un muelle imprescindible de la acción. Un muelle que, cuanto
más poderoso sea, más empuja a la persona a la conquista de metas
importantes a nivel personal o profesional. Esto es algo tan cierto
que, incluso en el caso de que me esté esforzando por ayudar a los
demás, siempre está presente el amor de mí, la búsqueda de mi
bien. Cuando alguien se sacrifica por otro no puede prescindir de
la búsqueda de su bien personal porque sería ilógico esforzarse
por los demás y traicionarse a sí mismo.
Ahora bien, el amor propio como autoestima, al contrario
de como pudiera parecer en nuestros días, no siempre ha sido
bien visto en la historia de la humanidad. Para teólogos como
Calvino y Lutero, por ejemplo, el amor e interés hacia sí mismo
es algo en esencia detestable y pecaminoso. El hombre es un ser
insignificante y perverso de frente a Dios; no le queda más remedio
que inclinarse ante él y obedecer los mandatos divinos. En
este marco, el hecho de estimarse o agradarse a sí mismo es visto
como uno de los principales pecados. El no ser egoísta, el amar
a los demás o a Dios por encima siempre de sí mismo, implica
no hacer lo que uno desea, y abandonar por tanto los propios
deseos en atención a los que tienen autoridad.
“No seas egoísta” acusa, en último análisis, la misma ambigüedad
que en el calvinismo. Aparte de su implicación obvia, significa “no
te ames a ti mismo”, “no seas tú mismo”, sino sométete a algo más
importante que tú, a un poder fuera de ti o a su interiorización: “el
deber”. “No seas egoísta” ha llegado a ser uno de los instrumentos
ideológicos más poderosos para suprimir la espontaneidad y el libre
desarrollo de la personalidad"
Pero no siempre el egoísmo, el amor a sí mismo y el interés propio
han sido considerados pecaminosos y amenazantes para los individuos
y las sociedades en distintas épocas históricas. En la actualidad existen
planteamientos éticos como los propuestos por Fromm, Savater, Galimberti, Finkielkraut, entre otros, para quienes el egoísmo, el amor
e interés propio del individuo, es parte esencial de la condición
ética del ser humano, además de expresar la posibilidad que este
último tiene de reconocerse y de actuar como sujeto ético, al
mismo tiempo que practica el arte de amar a los demás. Por ello,
el amor propio como autoestima, en su carácter de ideal ético, es
para estos pensadores compatible con una ética que propugna el
amor a los demás. Parafraseando a Kant, los defensores del amor
propio “dirán que sin amor propio mi amor a los demás será
ciego, y sin amor a los demás, mi amor propio resultará vacío”.
Individualismo: una característica del amor propio en la sociedad
actual
Con el término individualismo, sucede algo parecido con palabras
como egoísmo y amor propio; su sola mención genera ambigüedad.
Ser individualista es, o sinónimo de poco compromiso con
los valores y causas sociales, o bien, su contraparte, compromiso
propio con el desarrollo autónomo de cada persona. ¿Es, pues, bueno
o malo el individualismo desde el punto de vista ético?
En sentido estricto, el individualismo parte del supuesto de que no
hay ética si no se respeta la autonomía del individuo, esto es, sin la conciencia
del sujeto moral de su capacidad para crear o aceptar libremente
sus normas de conducta, por lo que no puede ser malo en absoluto pedirle
que se construya en cuanto tal, es decir, que no renuncie a su condición
de ser proyecto creativo. Como señala Victoria Camps:
No sólo no es rechazable la concepción individualista de la persona:
es una condición y un deber del sujeto moral mantener su individualidad
a salvo de intromisiones ilegítimas; es una condición y un
deber del sujeto moral quererse a sí mismo: no despreciar la propia
valía, antes bien, extraer de ella el máximo rendimiento.122
Según esto último, la ética válida de nuestro tiempo tiene que ser
individualista, a condición de preservar al individuo, dado que esa preservación
es al mismo tiempo un derecho y una exigencia: derecho del
individuo a determinar lo que debe y quiere hacer, y exigencia sobre su
propia responsabilidad ante los demás, considerado él mismo no como un
ente aislado, sino como un ser social. Sólo así, con esta doble exigencia,
será como podremos construir una ética, como sostiene Femando Savater,
sobre la base del “amor propio”. En palabras de este autor:
El proceso de individuación no sólo es un producto social y una
perspectiva sobre la sociedad, sino también una vía de interiorización
y por tanto de riesgo. La ética del amor propio puede servir de suplemento
de alma para esta exploración delicada y necesaria.12’
Sólo en este sentido es como resulta válido, desde el punto de vista
ético, hablar de un individualismo entendido como amor propio: individualismo
como derecho, por una parte, de preservar su propia autonomía,
y por la otra, como exigencia que tiene éste de responder ante los
demás por sus actos. Lo contrario implicaría afirmar un individualismo
falaz, inoperante y contradictorio, que al mismo tiempo que proclama la
soberanía y autonomía del individuo para construir su propia valía, por
otro lado, en los hechos, lo hace a costa de sacrificar su responsabilidad
y compromiso moral con los intereses más elevados de la sociedad.
El individualismo considerado éticamente tiene, por tanto, que
tomar en cuenta que: el descrédito actual de la política, el declive de la
participación, la injusta distribución del trabajo, la nostalgia de comunidades
homogéneas y compactas, la explosión de las reivindicaciones
nacionalistas, la exigencia de una calidad de vida que nos proteja de las
exigencias puramente técnicas, la dificultad para recuperar al ciudadano
como agente de cambio y no como súbdito, las insuficiencias y perversidades
del culto a la información y al mercado como modelo hegemónico
de las relaciones humanas, entre otras, son algunas de las problemáticas
que, política y socialmente, pueden ser consideradas entre las más importantes,
dado que ejemplifican la actual desarticulación entre lo privado
y lo público, así como la distancia que existe entre las teorías éticas y las
realidades del mundo de la vida.
Pero, ¿qué características asume el individualismo en la época actual,
marcado por la posmodernidad? Al respecto se dice que estamos
transitando de una moral del deber a una ética del bienestar individual.
Pasamos así, de las éticas del Bien, a la ética del Bienestar.
Según Lipovetsky,123 24 a través de la publicidad, el crédito, la inflación
de los objetos y los ocios, el capitalismo de las necesidades ha
renunciado a la santificación de los ideales en beneficio de los placeres
renovados y los sueños de la felicidad privada. Se ha edificado una nueva
civilización, que ya no se dedica a vencer el deseo sino a exacerbarlo y
desculpabilizarlo: los goces del presente, el templo del yo, del cuerpo y
de la comodidad se han convertido en la nueva Jerusalén de los tiempos
posmoralistas. Como consecuencia de la emergencia de estos valores en
que se funda una ética del bienestar individual, la moral del deber se ha
vuelto inadecuada para una cultura materialista y hedonista basada en
la exaltación del yo. “La felicidad si yo quiero”: el culto de la felicidad
de masas ha generalizado la legitimidad de los placeres y contribuido
a promover la fiebre de la autonomía individual. Por encima de las obligaciones
categóricas de la moral tradicional, se proclama desde ahora
que lo importante no es el Bien abstracto de la moral del deber, sino el
bienestar del individuo.
Bajo este nuevo orden moral lo que cuenta es ¡la felicidad o nada!;
por ello se dice que nuestra época es posmoralista, dominada como está
por las coordenadas de la felicidad del yo, de la seducción y el confort
individual. Así, las lecciones intransigentes de la moral han abandonado
el espacio público y privado, las llamadas de devoción absoluta, el ideal
de vivir para el prójimo; todas esas exhortaciones han dejado de tener
resonancia colectiva; en todas partes reina la desvitalización de la formadeber,
el debilitamiento de la norma moral infinita como características
de la nueva democracia.
La pregunta central que procede realizar de cara a este diagnóstico
del advenimiento de las llamadas democracias postmoralistas,
donde la moral del deber ha cedido su puesto a una ética de la autonomía
y del bienestar individual, es la siguiente: ¿qué tan compatible
resulta ser esta concepción del individualismo light postulado por
Lipovetsky, que reduce al individuo a un hedonismo privado, el
confort individual, los goces del cuerpo, etc., con una concepción
de individualismo tal y como lo conciben filósofos como Fromm,
Savater y Victoria Camps?
Se trata de dos concepciones antagónicas: una expresada como
individualismo fuerte y la otra como individualismo débil. La primera de
ellas refiere a que el individuo es capaz de darse a sí mismo sus
propias normas como derecho, pero también se entiende como
exigencia imputable hacia él mismo sobre su necesaria responsabilidad
y compromiso moral que adquiere con respecto a la sociedad,
como resultado del ejercicio de su autonomía moral, por lo que este
planteamiento resulta ser congruente con una ética del amor propio
en sentido fuerte.
La segunda forma de individualismo denominado débil, es la
adoptada por Lipovetsky, es decir, un individualismo que hace del mero
bienestar privado la fuente de la “autonomía individual”. En este sentido,
al oponer este autor la moral del deber a las exigencias de la autonomía,
olvida precisamente que, como dice Alain Renaut, “.. .la moral del deber
que Kant tematizó... es la que mejor expresa el principio de autonomía
de una voluntad que se somete, en cuanto individualidad, a la ley que se
ha dado a sí misma mediante esa parte de humanidad común presente
en todos nosotros”. De ahí el carácter débil de la concepción de individualismo
formulada por Lipovetsky, quien en aras de huir de la moral
del deber, postula un ideal de autonomía individual no compatible con la vertiente fuerte de individualismo, que toma como base una ética del
amor propio.
EL EGOCENTRISMO: UNA PERVERSIÓN DEL AMOR PROPIO
El egocentrismo es la concentración exagerada en uno mismo, lo contrario
de mostrar apertura hacia los demás. Sin embargo, no es sinónimo
del egoísmo éticamente considerado. Este último significa manifestación
de amor a las propias potencialidades, en donde el amor propio es concebido
como autoestima, como posibilidad de la propia autorrealización,
junto a la posibilidad que tiene el hombre de reconocerse y actuar
precisamente como sujeto ético, al mismo tiempo que practica el arte
de amar a los demás.
Ahora bien, cabe preguntar ¿por qué se tiende a identificar al amor
propio con el egocentrismo? Esto es así debido a que el hombre tiene
una especial facilidad para centrare en sí mismo, en el propio mundo
y en sus actividades, aislándose de las personas que le rodean. En esto
consiste la perversión del amor propio efectuada por el egocentrismo.
El egocentrismo, entendido como la capacidad de amarse demasiado,
es también demasiado fácil de realizar, de ahí que se haga necesario lo que
se conoce como “olvido de sf’, es decir, el olvido del propio yo, pero en el
sentido de la capacidad para negarse a sí mismo, cuyo auténtico significado
implica impulsar a las personas a salir de un reconcentramiento egoísta en
los propios intereses. En esta perspectiva:
El amor de sí necesita, para realizarse plenamente, el olvido de sí,
porque sólo si amamos a los demás de manera profunda y sacrificada
nos amamos realmente a nosotros mismos... Sólo podemos
afirmarnos plenamente a nosotros mismos afirmando al mismo
tiempo al otro mientras que la cerrazón frente al prójimo conduce
al empequeñecimiento y a la infidelidad.
Al hablar de egocentrismo, más que hablar del amor propio, estamos
aludiendo a una concepción esencialmente negativa del mismo. Según tal
concepción, el hombre es egoísta por constitución, pues sólo se quiere
y se busca a sí mismo y rechaza naturalmente cualquier orden impuesta
desde fuera, aunque sea para el bien de la colectividad y de sí mismo.
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