miércoles, 28 de noviembre de 2018

EL AMOR PROPIO COMO AUTOESTIMA Y COMO AMOR A SÍ MISMO

EL AMOR PROPIO COMO AUTOESTIMA Y COMO AMOR A SÍ MISMO




La autoestima es el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, es decir, la aceptación de nuestros potenciales y debilidades, aquello de lo que somos capaces hacer de acuerdo con nuestra humana condición. Significa, por tanto, la posibilidad de aceptarnos tal y como somos, con nuestras virtudes y defectos.

Se habla hoy en día de alta y baja autoestima. La persona con alta autoestima, al aceptarse como es busca siempre el bien de sí misma, por el contrario, la que tiene baja autoestima, al no aceptarse con sus propios potenciales y limitaciones, tiende a la depresión, a la desmoralización y, en algunos casos, al suicidio. En pocas palabras, no busca su propia realización, sino lo contrario, su autodestrucción.

De lo anterior se desprende que la persona que tiene una buena autoestima es la que experimenta el amor propio, esto es, la aceptación de su propia naturaleza humana, y por lo mismo, lucha por conseguir su realización. Lo contrario sucede con la persona que presenta una baja o nula autoestima. 

A decir verdad, la primera persona con la que de hecho nos relacionamos somos, evidentemente, nosotros mismos, y esta relación es la que da lugar precisamente al amor propio. Si aceptamos la idea del amor propio como elevada autoestima, tenemos que aceptar que aquel es bueno por varios motivos:
 1) porque cada uno de nosotros somos seres dignos y valiosos, ya que somos personas. No son personas sólo los otros, sino también nosotros lo somos, y por consiguiente, también somos dignos de ser amados; 
2) sería realmente absurdo amar a los demás y no amarnos a nosotros mismos; tenemos, por tanto, que cuidarnos y preocuparnos de nosotros mismos;
 3) aunque somos responsables de los demás, lo somos de nosotros mismos, precisamente porque nuestra capacidad de autodeterminación se limita a nuestro propio ser.
 Por todo ello, estamos obligados a prestarnos una atención especial, ya que somos la persona en quien más podemos influir y a quien, por otra parte, más podemos ayudar. 

Como complemento de lo anterior, podemos decir que el amor propio no sólo es bueno, sino totalmente necesario, debido a que es el motor de toda nuestra existencia. Esto significa que, entre más nos queremos y apreciamos a nosotros mismos, más hacemos crecer nuestras propias potencialidades. De esta forma

... el amor propio entendido como autoestima o valoración de sí es un muelle imprescindible de la acción. Un muelle que, cuanto más poderoso sea, más empuja a la persona a la conquista de metas importantes a nivel personal o profesional. Esto es algo tan cierto que, incluso en el caso de que me esté esforzando por ayudar a los demás, siempre está presente el amor de mí, la búsqueda de mi bien. Cuando alguien se sacrifica por otro no puede prescindir de la búsqueda de su bien personal porque sería ilógico esforzarse por los demás y traicionarse a sí mismo.

Ahora bien, el amor propio como autoestima, al contrario de como pudiera parecer en nuestros días, no siempre ha sido bien visto en la historia de la humanidad. Para teólogos como Calvino y Lutero, por ejemplo, el amor e interés hacia sí mismo es algo en esencia detestable y pecaminoso. El hombre es un ser insignificante y perverso de frente a Dios; no le queda más remedio que inclinarse ante él y obedecer los mandatos divinos. En este marco, el hecho de estimarse o agradarse a sí mismo es visto como uno de los principales pecados. El no ser egoísta, el amar a los demás o a Dios por encima siempre de sí mismo, implica no hacer lo que uno desea, y abandonar por tanto los propios deseos en atención a los que tienen autoridad.

“No seas egoísta” acusa, en último análisis, la misma ambigüedad que en el calvinismo. Aparte de su implicación obvia, significa “no te ames a ti mismo”, “no seas tú mismo”, sino sométete a algo más importante que tú, a un poder fuera de ti o a su interiorización: “el deber”. “No seas egoísta” ha llegado a ser uno de los instrumentos ideológicos más poderosos para suprimir la espontaneidad y el libre desarrollo de la personalidad"

Pero no siempre el egoísmo, el amor a sí mismo y el interés propio han sido considerados pecaminosos y amenazantes para los individuos y las sociedades en distintas épocas históricas. En la actualidad existen planteamientos éticos como los propuestos por Fromm, Savater, Galimberti, Finkielkraut, entre otros, para quienes el egoísmo, el amor e interés propio del individuo, es parte esencial de la condición ética del ser humano, además de expresar la posibilidad que este último tiene de reconocerse y de actuar como sujeto ético, al mismo tiempo que practica el arte de amar a los demás. Por ello, el amor propio como autoestima, en su carácter de ideal ético, es para estos pensadores compatible con una ética que propugna el amor a los demás. Parafraseando a Kant, los defensores del amor propio “dirán que sin amor propio mi amor a los demás será ciego, y sin amor a los demás, mi amor propio resultará vacío”.


Individualismo: una característica del amor propio en la sociedad actual




Con el término individualismo, sucede algo parecido con palabras como egoísmo y amor propio; su sola mención genera ambigüedad. Ser individualista es, o sinónimo de poco compromiso con los valores y causas sociales, o bien, su contraparte, compromiso propio con el desarrollo autónomo de cada persona. ¿Es, pues, bueno o malo el individualismo desde el punto de vista ético? En sentido estricto, el individualismo parte del supuesto de que no hay ética si no se respeta la autonomía del individuo, esto es, sin la conciencia del sujeto moral de su capacidad para crear o aceptar libremente sus normas de conducta, por lo que no puede ser malo en absoluto pedirle que se construya en cuanto tal, es decir, que no renuncie a su condición de ser proyecto creativo. Como señala Victoria Camps: No sólo no es rechazable la concepción individualista de la persona: es una condición y un deber del sujeto moral mantener su individualidad a salvo de intromisiones ilegítimas; es una condición y un deber del sujeto moral quererse a sí mismo: no despreciar la propia valía, antes bien, extraer de ella el máximo rendimiento.122 Según esto último, la ética válida de nuestro tiempo tiene que ser individualista, a condición de preservar al individuo, dado que esa preservación es al mismo tiempo un derecho y una exigencia: derecho del individuo a determinar lo que debe y quiere hacer, y exigencia sobre su propia responsabilidad ante los demás, considerado él mismo no como un ente aislado, sino como un ser social. Sólo así, con esta doble exigencia, será como podremos construir una ética, como sostiene Femando Savater, sobre la base del “amor propio”. En palabras de este autor: 

El proceso de individuación no sólo es un producto social y una perspectiva sobre la sociedad, sino también una vía de interiorización y por tanto de riesgo. La ética del amor propio puede servir de suplemento de alma para esta exploración delicada y necesaria.12’ Sólo en este sentido es como resulta válido, desde el punto de vista ético, hablar de un individualismo entendido como amor propio: individualismo como derecho, por una parte, de preservar su propia autonomía, y por la otra, como exigencia que tiene éste de responder ante los demás por sus actos. Lo contrario implicaría afirmar un individualismo falaz, inoperante y contradictorio, que al mismo tiempo que proclama la soberanía y autonomía del individuo para construir su propia valía, por otro lado, en los hechos, lo hace a costa de sacrificar su responsabilidad y compromiso moral con los intereses más elevados de la sociedad. El individualismo considerado éticamente tiene, por tanto, que tomar en cuenta que: el descrédito actual de la política, el declive de la participación, la injusta distribución del trabajo, la nostalgia de comunidades homogéneas y compactas, la explosión de las reivindicaciones nacionalistas, la exigencia de una calidad de vida que nos proteja de las exigencias puramente técnicas, la dificultad para recuperar al ciudadano como agente de cambio y no como súbdito, las insuficiencias y perversidades del culto a la información y al mercado como modelo hegemónico de las relaciones humanas, entre otras, son algunas de las problemáticas que, política y socialmente, pueden ser consideradas entre las más importantes, dado que ejemplifican la actual desarticulación entre lo privado y lo público, así como la distancia que existe entre las teorías éticas y las realidades del mundo de la vida. Pero, ¿qué características asume el individualismo en la época actual, marcado por la posmodernidad? Al respecto se dice que estamos transitando de una moral del deber a una ética del bienestar individual. Pasamos así, de las éticas del Bien, a la ética del Bienestar. Según Lipovetsky,123 24 a través de la publicidad, el crédito, la inflación de los objetos y los ocios, el capitalismo de las necesidades ha renunciado a la santificación de los ideales en beneficio de los placeres renovados y los sueños de la felicidad privada. Se ha edificado una nueva civilización, que ya no se dedica a vencer el deseo sino a exacerbarlo y desculpabilizarlo: los goces del presente, el templo del yo, del cuerpo y de la comodidad se han convertido en la nueva Jerusalén de los tiempos posmoralistas. Como consecuencia de la emergencia de estos valores en que se funda una ética del bienestar individual, la moral del deber se ha vuelto inadecuada para una cultura materialista y hedonista basada en la exaltación del yo. “La felicidad si yo quiero”: el culto de la felicidad

de masas ha generalizado la legitimidad de los placeres y contribuido a promover la fiebre de la autonomía individual. Por encima de las obligaciones categóricas de la moral tradicional, se proclama desde ahora que lo importante no es el Bien abstracto de la moral del deber, sino el bienestar del individuo. Bajo este nuevo orden moral lo que cuenta es ¡la felicidad o nada!; por ello se dice que nuestra época es posmoralista, dominada como está por las coordenadas de la felicidad del yo, de la seducción y el confort individual. Así, las lecciones intransigentes de la moral han abandonado el espacio público y privado, las llamadas de devoción absoluta, el ideal de vivir para el prójimo; todas esas exhortaciones han dejado de tener resonancia colectiva; en todas partes reina la desvitalización de la formadeber, el debilitamiento de la norma moral infinita como características de la nueva democracia. La pregunta central que procede realizar de cara a este diagnóstico del advenimiento de las llamadas democracias postmoralistas, donde la moral del deber ha cedido su puesto a una ética de la autonomía y del bienestar individual, es la siguiente: ¿qué tan compatible resulta ser esta concepción del individualismo light postulado por Lipovetsky, que reduce al individuo a un hedonismo privado, el confort individual, los goces del cuerpo, etc., con una concepción de individualismo tal y como lo conciben filósofos como Fromm, Savater y Victoria Camps? Se trata de dos concepciones antagónicas: una expresada como individualismo fuerte y la otra como individualismo débil. La primera de ellas refiere a que el individuo es capaz de darse a sí mismo sus propias normas como derecho, pero también se entiende como exigencia imputable hacia él mismo sobre su necesaria responsabilidad y compromiso moral que adquiere con respecto a la sociedad, como resultado del ejercicio de su autonomía moral, por lo que este planteamiento resulta ser congruente con una ética del amor propio en sentido fuerte. La segunda forma de individualismo denominado débil, es la adoptada por Lipovetsky, es decir, un individualismo que hace del mero bienestar privado la fuente de la “autonomía individual”. En este sentido, al oponer este autor la moral del deber a las exigencias de la autonomía, olvida precisamente que, como dice Alain Renaut, “.. .la moral del deber que Kant tematizó... es la que mejor expresa el principio de autonomía de una voluntad que se somete, en cuanto individualidad, a la ley que se ha dado a sí misma mediante esa parte de humanidad común presente en todos nosotros”. De ahí el carácter débil de la concepción de individualismo formulada por Lipovetsky, quien en aras de huir de la moral del deber, postula un ideal de autonomía individual no compatible con la vertiente fuerte de individualismo, que toma como base una ética del amor propio. 


EL EGOCENTRISMO: UNA PERVERSIÓN DEL AMOR PROPIO


El egocentrismo es la concentración exagerada en uno mismo, lo contrario de mostrar apertura hacia los demás. Sin embargo, no es sinónimo del egoísmo éticamente considerado. Este último significa manifestación de amor a las propias potencialidades, en donde el amor propio es concebido como autoestima, como posibilidad de la propia autorrealización, junto a la posibilidad que tiene el hombre de reconocerse y actuar precisamente como sujeto ético, al mismo tiempo que practica el arte de amar a los demás.

Ahora bien, cabe preguntar ¿por qué se tiende a identificar al amor propio con el egocentrismo? Esto es así debido a que el hombre tiene una especial facilidad para centrare en sí mismo, en el propio mundo y en sus actividades, aislándose de las personas que le rodean. En esto consiste la perversión del amor propio efectuada por el egocentrismo. El egocentrismo, entendido como la capacidad de amarse demasiado, es también demasiado fácil de realizar, de ahí que se haga necesario lo que se conoce como “olvido de sf’, es decir, el olvido del propio yo, pero en el sentido de la capacidad para negarse a sí mismo, cuyo auténtico significado implica impulsar a las personas a salir de un reconcentramiento egoísta en los propios intereses. En esta perspectiva:

El amor de sí necesita, para realizarse plenamente, el olvido de sí, porque sólo si amamos a los demás de manera profunda y sacrificada nos amamos realmente a nosotros mismos... Sólo podemos afirmarnos plenamente a nosotros mismos afirmando al mismo tiempo al otro mientras que la cerrazón frente al prójimo conduce al empequeñecimiento y a la infidelidad.

Al hablar de egocentrismo, más que hablar del amor propio, estamos aludiendo a una concepción esencialmente negativa del mismo. Según tal concepción, el hombre es egoísta por constitución, pues sólo se quiere y se busca a sí mismo y rechaza naturalmente cualquier orden impuesta desde fuera, aunque sea para el bien de la colectividad y de sí mismo. 





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